I
Padre y señor del bosque,
abuelo de barbas vegetales,
yo quisiera mi canto como una torre
para poder alzarla en tu homenaje;
no el canto pequeño de la flauta
dulce, delgado, suave,
la de cantar la rosa y la muchacha,
sino el canto del mar, un canto grave,
con olores de vida y con el pulso
musical y viviente de la sangre.
Algarrobo natal. Abuelo mío.
Hace mil años la paloma trajo
tu menuda simiente por el aire
y la sembró donde tú estás ahora
sosteniendo la luz en tu ramaje
y la sombra también cuando la noche
en larga lluvia de luceros cae.
Así naciste. Cuando tú crecías
la región era bosque impenetrable,
con oscuros guerreros que danzaban
junto a los juegos al caer la tarde,
y con nombres diaguitas en los ríos,
sobre todas las bestias y las aves,
en cada hierba, sobre cada cerro,
una tierra sin mapas ni ciudades,
donde dioses sedientos presidían
el cortejo y el rito de la sangre
que vertían pintados hechiceros
para aplacar las cóleras solares.
En tiempo aquél la arena numerosa
que festonea las playas litorales
ignoraba las máscaras de proa,
las amarras y el ancla de las naves,
solo sabía de los pies desnudos
y de la huella digital del ave;
era cuando los ríos conducían
lentas piraguas sobre remos suaves
mas no la ambición del maderero
que asesina al futuro en el obraje
y convierte en silencio de moneda
la rumorosa fiesta de los árboles;
por ese entonces, mientras tú crecías,
algarrobo natal, señor y padre,
la tierra nuestra en libertad vivía
hacia todos los rumbos cardinales,
desde el país del ona y la ballena
hasta el infierno vegetal del Cáncer,
desde el prado que el ceibo ruboriza
a la región que señoreaba el huarpe,
sin conocer ejidos ni parcelas,
ni muro torpe o codicioso alambre,
donde el hombre y la bestia convivían
estrechados por lazos familiares,
y la luna era quilla y el sol Inti,
el día joven y la noche grande.
Así creciste, un día y otro día,
hacia abajo y arriba, penetrante,
con las raíces cada vez más hondas
y la copa más alta y dominante,
en crecimiento que fue dura guerra
sostenida y ganada a cada instante
contra el viento del sur y la sorpresa
del rayo azul y su puñal tajante,
contra el cierzo de julio que traía
los rebaños de nieve trashumantes,
contra la sed en el ardor de enero,
cuando gentes y plantas implorantes
alzan ojos y hojas a las nubes
por si las nubes sus entrañas abren
y la lluvia se vierte generosa
en licor de celestes manantiales.
Pero ya tú eres lo que ahora miro
¡Algarrobo natal, señor y padre!
con estos ojos que el amor habita
y los otros secretos de la sangre:
un árbol rey, un árbol solo, el árbol
sin edad en el tiempo y en el aire,
a cuya sombra hace doscientos años
a favor de un designio inescrutable
se fundó mi casona solariega
sobre honrada simiente de linaje.
II
Francisco Antonio se llamó el hidalgo
natural de La Rioja y heredero
de los varones de Castilla clara
que las tierras del indio redujeron
y alegraron de hispanas fundaciones
lo que antes fuera soledoso yermo;
hombres enjutos, con la tez morena,
valinte espada y corazón de hierro,
que llevaban el nombre de María
bordado sobre encaje y terciopelo
y el rampante león en la bandera,
pero también sobre la flor del pecho.
Cómo me gusta imaginar los ojos
de aquél mi casi legendario abuelo
y su larga emoción inexpresada,
o expresada tal vez por su silencio,
ante la copa de tremantes brazos
sola y enorme bajo el puro cielo,
sostenida por tronco milenario,
con su forma y color de paquidermo,
donde los años eran llagas ocres
y los siglos arrugas en el leño.
Él quedaría con los labios mudos,
tal como carta que mantiene el sello,
con los ojos en alto y en los ojos
la liviana humedad del sentimiento
cuando el alma es un arco que se estira
y sube y crece y ya no cabe dentro.
Él construyó la casa solariega,
casi a la par del algarrobo viejo,
con la greda que nutre las raíces
y con el arte del mejor hornero.
Casa de barro. Luminosa casa.
Antiguo hogar de mi primer abuelo.
En ti quiero cantar la artesanía
y saludar al regional ingenio
que ha poblado de casas la comarca,
casas que son como el materno suelo
levantado en hogar para refugio
del hijo fiel a su destino adverso.
La saludo en el barro original
que alienta en todo cuanto cubre el cielo
y que un día entre días nos ofrece
propicia almohada para en hondo sueño;
la saludo en la cal y su belleza
que llueve luna sobre muros nuevos;
la saludo en la vara y la cumbrera
que son la firme trabazón del techo;
la saludo en la eterna geometría
que conocen el ave y el insecto;
la saludo en la azuela y el martillo
y en el serrucho de cortar el leño;
la saludo en la arena silenciosa
y en la zaranda de metal o cuero
que la mece en vaivenes uniformes
como la madre a su guaguita tierno;
la saludo en la paja popular
que cobija en verano y en invierno
y silencia las voces de la lluvia
y es como quena cuando corre viento;
la saludo en el ángulo preciso,
en la cuchara de sonoro acento,
en la ley vertical de la plomada,
y en el fletacho de desgaste lento;
la saludo en la llave y la falleba
y en cada clavo de orinoso hierro;
la saludo en la íntima burbuja
que es como el alma del nivel perfecto;
la saludo en el grillo cotidiano,
ángel oculto bajo oscuro insecto,
que deja oír su cuerda en los rincones
donde la araña desenvuelve velos;
la saludo en la lámpara bendita
que derrama su luz como consuelo;
la saludo en la rústica fragancia
de arcones hondos y de pan moreno;
la saludo en la rueca y en el huso;
la saludo en el agua y en el fuego.
Francisco Antonio se llamó el hidalgo
fundador del linaje solariego
y constructor de la ruinosa casa,
cuyo apellido es el que yo conservo
y procuro llevar tan limpiamente
como se lleva un burilado espejo
para rostro de rey o de paloma
a través del camino polvoriento...
III
Padre y señor del bosque
¡Catedral de los pájaros!
Voy a decir el nombre de los seres
que visitan tu cielo entrelazado,
con la alegría de alabar amigos
y la emoción de recordar hermanos:
sea el primero la calandria pura
que provoca la luz con su canto,
y ama a la luz como los niños ciegos,
la cigarra estival y los lagartos;
y el hornero, vestido de estameña,
con su traje de monje franciscano,
ágil maestro que enseñó a los hombres
esas artes clarísimas del barro;
y la urpila de cuello femenino,
un si es o no es tornasolado,
donde tiene su asiento la ternura
con su gemido dulcemente cálido;
y la urraca de ingenuo vocerío;
y la torcaza del amor cristiano;
y la leve chirigua mañanera
que se levanta con el sol, cantando;
y el loro verde y la cotorra verde
que conocen idiomas olvidados;
y el cardenal y su orgulloso porte;
y la llaga del pecho colorado
de quien dicen los viejos en la noche,
ante corros de niños provincianos,
que el chingolo lo hirió con su cuchillo
allá por los tiempos del milagro;
y el chingolo, social y comedido;
y el rundún, ese diamante alado,
que conduce las cartas de las flores
cuando aquellas se escriben en verano;
y el zorzal de enlutada vestidura,
siempre de pie sobre los gajos altos,
evocando una ardiente melodía
en su pequeño corazón de piano;
y el carpintero, de bonete grana,
que martilla tu leño centenario
cual si buscase apasionadamente
el alma oculta y vegetal del árbol;
y también la viajera golondrina
que conduce un mensaje perfumado
con los pinos del norte y las palmeras
y las olas del golfo mejicano;
y el reimoro de azules albornoces,
príncipe azul sobre la paz del campo,
trinador excelente que domina
registros de tenor y de soprano;
y la viudita de color de nieve,
con el borde del ala ribeteado
de severo negror, que nadie mata
pues la custodia de su dolor callado;
y el cachilote, cobarde ladronzuelo,
y sibarita de yantar holgado,
que perfora los bellos huevecitos
para beberles su interior dorado;
y el crespín con su drama misterioso,
y su persona de fantasma trágico,
que acidula las mieles del estío
con la amargura de su largo llanto;
y el halcón de los ojos avizores,
la pradera y el monte dominando
que es en sí mismo vibradora flecha
guerrero cruel y puntería de arco.
Y los otros, los pájaros nocturnos,
que nos miran con ojos afiebrados
y poseen la clave del amauta
para leer los equipos del presagio;
digo el lechuzo de mirar insomne,
ante cuyo chillido destemplado
la joven madre se persigna y reza
y la amada se vuelve hacia el amado;
digo el colcón que pone en tus ojivas
sugerencias de coro gregoriano
y también un horror de brujerías
en el silencio del grito mágico;
y el atajacaminos, melancólico,
que viene y va como los fuegos fátuos
y suspende el respiro en la garganta
del jinete que pasa y el caballo;
y el alicuco, que presiente el agua,
y que suele imitar en los bañados
la tralúcida tecla de las ranas
y el cristalino clavecín del sapo;
y otro pájaro más, otro nocturno,
por nadie visto pero sí escuchado
hacia el filo y la flor de medianoche,
cuyo nombre se dice: piscu-yaco.
Algarrobo natal. Abuelo nuestro.
¡Catedral de los pájaros!
IV
Yo quisiera los plásticos pinceles
y la marea musical del órgano
para pintar y describir el árbol
de la manera que lo ven mis ojos,
con la exacta figura que devuelven
los callados espejos del asombro.
Uno camina por sendero agreste
hacia la hora en que la luz de oro
inclínase rosada hacia poniente
y el aire es como un río rumoroso
navegado de esencias campesinas
-hierbabuena cordial, poleo tónico-
con mugidos de bueyes invisibles,
claros cencerros, gallos melodiosos,
voceríos de pájaros, rumores
de rurales faenas, lento coro
de las cigarras en las copas verdes,
súbitos vuelos, piquillines rojos,
la lanceolada esgrima de las cañas
en los maizales de verdor jugoso,
y la madre montaña que vigila
todo el país desde su azul remoto.
El sendero prosigue, serpenteado,
túnel de sombra, caracol terroso,
con la verde sonrisa de la recta
y el arbolado ensueño del recodo
hasta dar en un claro de silencio
donde nos crece la emoción de pronto,
pues delante se yergue la presencia
imperial y total del Algarrobo.
Ocres reíces surgen de la tierra
como animales de encrespado lomo,
sosteniendo la torre milenaria
todo construida en material leñoso.
Siete gañanes por la mano unidos,
catorce niños cuando forman corro
y se enlazan en rondas infantiles,
apenas pueden abrazar el tronco.
Y es su corteza como piel de saurio
cuando emerge cubierto por el lodo,
y también como el tacto de la dermis
del megaterio que murió leproso.
El ramaje se inserta complicado
y se tiende en un gesto poderoso
como brazos que buscan impotentes
una cosa que asir en el contorno.
Viejas ramas que son como tentáculos
de oscuro pulpo; miembros musculosos
de yacente dragón o dinosaurio,
de araña enorme o encantado monstruo.
Yo podría contarlas, si quisiera,
una por una y apagar mis ojos
con la venda y el frío de la cifra,
pero prefiero contemplar gozoso.
Y decir que la sombra que derrama
como lluvia de paz el algarrobo
puede cubrir una pequeña plaza,
proteger un rebaño numeroso,
cobijar una tropa de carretas,
y un regimiento con vivac y todo.
Y gustar la fragancia indefinible
que nos circunda totalmente como
si ella fuese una túnica fragante
que nos ciñera desde el pie a los hombros;
claro olor de las ramas sumergidas
en el mar de la luz, olor del oro
entre las vayas y su miel madura,
agrio olor de sus pájaros hermosos,
divino olor de su millón de hojuelas,
olor de estrellas y de cielo solo,
duelce olor nacional de bosque nuestro,
olor del verde y su misterio umbroso,
noble olor a resina de madera,
olor de sol en la vejez del tronco...
Ah, yo quise los plásticos pinceles
y la marea musical del órgano
para pintar y describir el árbol
de la manera que lo ven mis ojos,
pero no tuve nada más que esto:
el verso gris y el remontado asombro.
V
Ahora canto la dicha que derramas
¡Algarrobo natal, Abuelo mío!
sobre la gente que a tu vera vive,
en todo tiempo, con calor o frío,
ora sea en la pausa del otoño,
ora en la fiesta del frutal estío.
La primera la dicha de tu sombra,
clara limosna de perene abrigo,
donde es grato sentarse en la mañana
o por la tarde, con el mate amigo
que serena las olas de la frente,
alimenta la flor del optimismo,
nos enseña a vivir con esperanza
y nos vuelve cordiales y tranquilos.
Sombra del árbol, transparente sombra,
casi impalpable como un velo fino
o la leve caricia de la nube,
o la queja que fluye en el suspiro,
algo tan puro, delicado y manzo
como el sueño de un pájaro dormido
o la entraña del agua en la vertiente
y cuyo elogio me estrará prohibido
mientras yo sea nada más que un hombre
y no posea un corazón de mirlo.
También canto la Dicha de los frutos
sabiamente enrulados y amarillos,
que por enero cuando el día extiende
su bandera solar sobre los nidos
tórnanse dulces, con dulzor silvestre
de roja miel de camuatí escondido.
Vainas de oro, pan de la pobreza,
don de los cielos, misterioso trigo,
alimento de bueyes y caballos
y golosina de los niños ricos.
Nombro el patay, de granuloso gusto,
que se elabora según modo antiguo:
machacando la fruta en la conana
y traspasando por cedazo fino;
nombro la aloja, refrescante y rubia,
que se guarda en un cántaro rojizo
a la hora más alta de la siesta
para que acendre su fragante frío;
nombro la añapa, de beber con leche,
que engorda a la madre y al chiquillo.
También digo la dicha de la leña
que es en el fuego acontecer divino
y revive la flora deslumbrante
que alegraba el jardín del paraíso:
el fuego azul, el fuego rojo, el fuego
que posee las llaves del estío
y levanta a la muerta primavera
de entre los hielos de cristal pulido.
VI
Padre y Señor del bosque.
Abuelo de barbas vegetales.
Algarrobo natal. torre del cielo.
Monumento y estatua del follaje.
Hijo del sol y de la tierra unidos.
Corona real para la sien del aire.
Árbol de luz. Espejo de los siglos.
Dios vegetal de corazón fragante.
Así yo quiero terminar la oda,
asistido por los ángeles del canto:
Algarrobo natal, Abuelo nuestro,
¡Catedral de los pájaros!