POR: ANTONIO ESTEBAN AGÜERO | 01 ene 0001

DIGO LA TONADA

El idioma nos vino con la naves,

sobre arcabuces y metal de espada,

cabalgando la muerte y destruyendo

la memoria y el equipo del Amauta;

fue contienda también la del idioma,

dura guerra también, sorda batalla,

entre un bando de oscuros ruiseñores

con su pico de sierpe acorazada

y zorzales y tímidas bumbunas

que la voz y la sangre circulaban

del abuelo diaguita o michilingue

con persistencia de remota llama;

rotas fueron las voces ancestrales,

perseguidas, mordidas, martilladas

por un loco rencor sobre la boca

del hombre inerme y la mujer violada.

  

Y el idioma triunfó, los ruiseñores

de Castilla vencieron, la calandria

cuya voz era tierra, barro nuestro,

son y zumo de tierra americana

de repente calló cuando los hierros

agrios del odio en su color de fragua

le marcaron el pecho que gemía

y segaron la luz de su garganta...

  

Pero la lucha prosiguió en la sombra,

una guerra de acentos y palabras,

de fugitivas voces y vocablos

con las venas sangrantes que buscaban

refugiarse en la frente o esconderse

en la nocturna claridad del alma

perdiendo expresión y contenido,

la sonora raíz, la leve gracia,

el poder bautismal y la semilla

para ser sólo la sutíl fragancia

que nos sella la voz con el anillo

popular y común de la Tonada:

Yo entrecierro los ojos y la escucho

venir y llegar hasta mi almohada

como un largo rumor de caracola,

como memoria de mujer descalza,

como llega la música en la brisa

si la brisa es arroyo de guitarra;

y la siento volar en la tertulia

de labio en labio, mariposa mansa,

suave cuerda que vibra, quena sorda,

o fugaz sugerencia de campana;

y la escucho en la voz que me despierta

con el mate y su luz en la mañana

cuando el sol es un padre que nos dona

el reciente verdor de la esperanza;

y la escucho en un niño que transita

por el sendero que trazó la cabra

y me grita: ¡Buen día! y me conforta

con la sonrisa de su alegre cara;

de repente la siento que rodea

mi corazón como una mano blanda

si la voz de la madre o de la esposa

se florece con íntimas palabras;

alguna noche la escuché en Rosario

en la voz de una joven que pasaba

y eso sólo bastó para que viera

amanecer los cerros del Conlara:

y otra noche la oía en Buenos Aires,

en muchedumbre de no sé qué plaza,

sobre un grito vibrante que decía

titulares de prensa cotidiana;

como es dulce sentirla cuando llega

desde una boca de mujer besada

con el sí suspirando que promete

una cálida rosa para el ansia;

y la escucho sonar entre los niños

de un pueblecito que se dice Larca

mientras mueven las manos en el juego

escolar y rural de la payana;

y la siento rezar en el velorio,

y saltar en el arco de la taba,

y volverse puñal en el insulto,

y suspirar en la recién casada.

Dondequiera que esté yo la escucho

y tras ella regreso a la comarca

donde soy una piedra, una semilla,

una nube y un pájaro que canta...

  

No tenemos bandera que nos cubra

tremolando en el aire de la plaza,

ni canción que nos diga entre los pueblos

cuando suene el clarín, y la proclama

desanude las últimas cadenas 

y destruya el alambre y la muralla,

pero tenemos esta luz secreta,

esta música nuestra soterrada,

este leve clamor, esta cadencia,

este cuño solar, esta venganza,

este oscuro puñal inadvertido

este perfil oral, esta campana,

este mágico son que nos describe,

esta flor en la voz: nuestra Tonada.