De nuevo,
nuevamente,
como hace tres mil años,
cuando Homero
soltaba mariposas,
pájaros,
dioses,
arqueros
y barcos
en medio de las plazas,
al borde de los patios,
sobre las azoteas claras,
en ciudades de muros herrumbrados,
y la gente
-marineros,
campesinos,
soldados-
disputaba lugares para oírle,
regresemos al Canto.
Como al viejo país,
y a sus banderas,
que una vez traicionamos;
como aquél que regresa
luego de un ciego, largo
difícil, triste viaje
al hogar de los padres y comprende
que allí esperaba lo buscado.
Porque si nosotros
desertamos
¿qué será de los Hombres
entre los números frenéticos,
los conceptos abstractos,
las leyes que vencen la alegría,
el acero, el asfalto,
la penumbra gregaria de los cines,
que vulnera la lumbre de los machos
y corrompe la savia de las hembras,
los trenes subterráneos,
el olor al petróleo y al aceite
quemados,
la anémica hierba de los parques,
los departamentos cuadriculados
donde gimen las flores y agonizan
los niños de mirar anciano,
y el yermo
oscuro cielo
sin campanas,
estrellas,
tempestades
ni pájaros?...
¿O es que ya no tenemos sangre,
ni corazón caliente
como sol en el pasto,
ni pies caminadores,
ni prensiles manos,
ni la hoguera del sexo
quemándonos,
ni frente con verdes fantasías,
ni garganta, ni labios,
ni oreja que ansíe ruiseñores,
ni mirada sedienta de praderas,
ni el instinto mágico
que nos une a las bestias,
a la tierra y a los astros
por venas sutiles,
por raíces agudas como garfios?...
Vosotros: los traidores,
minúsculos estetas
que destiláis veneno de una rosa
destruida por pintores abstractos,
vosotros: los selectos,
los exquisitos
los asépticos y asexuados
que escribís para el oído electrónico
de los robots mecánicos,
¿por qué no bajáis de las torres
y quemáis las heladas bibliotecas
donde guardáis ratones y mentiras,
y hundís vuestros barcos
y volvéis a la tierra nuevamente,
a caminar descalzos
por la tierra desnuda y poderosa,
sucia de pueblo y polen,
impura de animales,
hojas secas
y barro?...
De nuevo,
nuevamente,
como hace tres mil años;
ocupemos la silla abandonada
en la casa del Hombre,
a la orilla del pan que nos sonríe
con su cara de trigo
milenario,
a la vera del fuego,
en la sombra del patio,
junto a la sal y al vino
y al reloj cotidiano.
De nuevo,
nuevamente,
como hace tres mil años,
hablemos la lengua que comprendan
el corazón
y los nervios humanos,
el idioma secreto de la Vida,
donde cada vocablo
tiene olor,
y calor,
y sabor
como las frutas en verano
y acaricia la boca que lo vierte,
y la oreja que lo recibe,
y la cuerda del aire donde el eco
continúa vibrando.
¿Por qué no cantar
en el idioma humano,
tan lleno de músicas antiguas,
por maréas de sangre circulando,
difícil y diverso,
mutable y extraño,
para que el obrero
comprenda nuestro canto,
y el campesino después de la cosecha
y el profesor universitario,
y el niño
y la joven casada,
y el anciano?...
Nuestro corazón,
con su forma de siempre sobre el tiempo
no ha cambiado
ni puede cambiar mientras el Hombre
tenga pies, tenga manos,
y el pulgar oponible que transforma
en mensurable realidad los sueños
y los fantasmas imaginados;
nuestro corazón antiguo,
corazón cuaternario,
desde siempre salvaje,
para siempre patético,
contemporáneo
de la fecha de sílice,
los helechos más altos que los cedros,
las serpientes aladas,
y el arquero emplumado,
donde brota la luz cada mañana
con el mismo temblor iluminado
de las prímulas silvestres
sobre el pecho del prado.
Retornemos al Pueblo,
recuperemos cantando
la confianza del Pueblo que perdimos
sirviendo a los amos,
divirtiendo damas melancólicas,
lamiendo látigos,
vendiéndonos,
mintiendo,
traficando.
No nos importe nada
si vedan las puertas de repente
con decretos y púas de alambrados,
no nos importe nada,
construyamos el Canto,
nuestro íntimo Canto colectivo,
germinado a la sombra de la sangre
y entre las olas de su pulso claro.
Y salgamos
por las calles del mundo
a caminar de nuevo entre los hombres;
salgamos,
vestidos de niebla, con la ropa
de los vagabundos y los humillados,
por los caminos donde llueve luna
y sopla el libre,
-oh, ¡todavía libre!-
joven y verde vendaval del campo;
salgamos
por las calles del Mundo,
mendigando
un mendrugo de pan
y otro de sueño;
salgamos
a golpear en las puertas,
con un tímido golpe,
en toda puerta,
para dar nuestro Canto.
De viva voz,
con tono de verso murmurado,
con voz de varón adolescente
que descubre el amor con la muchacha
a la vera de un árbol,
como ladrón que lleva
los diamantes robados,
así, de viva voz,
secretamente,
el poema o la canción digamos.
De repente el hombre de la casa
en la creencia de que escucha pasos
llegarase a la puerta con el miedo
en los ojos, y el cansancio
del que mora en la cueva de la angustia
para escuchar la sombra del asfalto.
-No era nadie- dirá luego -Nadie;
sólo el viento de otoño, el aire sólo
que transita descalzo...
Y tornará a su sitio, ante la mesa,
a la par de la esposa y el chiquillo
que duerme en el cielo del regazo...
Y yo, el Poeta,
seguiré cantando:
Un canto que nombre la esperanza;
viento y marea de pájaros;
cigarras sentidas en la siesta;
la fatiga de espaldas sobre el pasto;
las miradas estrellas que nos miran;
el minero cuando quiebra el cuarzo;
las nubes que pasan con la lluvia
sobre desiertos de metal quemado;
sembradores que siembran con el alba;
cosechadoras de racimos claros;
muchachas y el nombre que dibujan
sobre la almohada del horizonte blando;
los ríos y el cielo sobre ríos;
el festival de los álamos;
arroyos que fluyen entre piedras;
el deseo que asciende y el abrazo;
los niños que juegan y en el juego
nos recrean el mundo que habitamos;
las colinas redondas y lejanas;
el esplendor de los caballos;
el olor de la hierba cuando crece;
las florecitas de perfume alado;
la noche y el soplo de la noche
sobre los cabellos despeinados;
el fuego dormido en la madera;
las bestezuelas de calor intactos;
la piedra también porque la piedra
contiene el misterio planetario;
el Sol tantas veces como sea
sobre los cuerpos ávidos;
la Vida no más, la Vida sola,
más allá de la Muerte y el Pecado;
lo viviente no más en la frontera
del universo carnalmente humano...
De nuevo,
nuevamente,
como hace tres mil años,
cuando Homero
soltaba golondrinas,
milagros,
arqueros,
sirenas,
y barcos,
en medio de las plazas,
al borde de los patios,
sobre las azoteas claras,
en ciudades de muros herrumbrados,
y la gente
-marineros,
campesinos,
soldados-
disputaba lugares para oírle,
regresemos al Canto.